domingo, 8 de febrero de 2015

Mierda de los caballos del apocalipsis



El cielo se parte en pedazos a mi paso sobre el andén que comunica a la estación del Bus con el Metro, de entre las nubes caen y mueren ángeles de odio y de guerra, de amor y compasión, al caer sus cabezas chocan contra el suelo partiéndose como huevos, dando a luz a seres sin forma que parte por parte se van reuniendo y construyen personas grises, trajes grises, bigotes grises y portafolios grises, no pasan dos segundo de haber reunido sus piernas y brazos cuando ya caminan y pisan el césped muerto para llegar más rápido a donde sea que vayan, paso tras paso dejan tras de sí un líquido viscoso y negro, parecido al chapopote, que se impregna en el suelo y apesta a mierda de caballo, a corrupción y enfermedad, mierda de los caballos de los jinetes del apocalipsis.

Elena, Elenita, Elenota, mi Elena. La muchacha de la barbilla pronunciada y el pelo de colegiala inocente que tanto me fascina, que despierta en mí el recuerdo de los hombres habitantes de cuevas, de repente todos se transforman en servidumbres de mi pesadilla, arbustos y fieras surgen en la periferia de mi vista y sobre ellos como un rey todopoderoso que sabe lo que haré estás tú, esperando mi ataque, llamándome con esos ojos negros que me intentan seducir lográndolo por completo, no, no más, te suplico, haces mutis a mis llantos de cría convaleciente, te crees madre con hijo con fiebre y me tomas entre tus brazos solo para clavarme por la espalda el cuchillo envenenado de unos labios rojos y hermosos como los tuyos.

Es entonces cuando entre oración y oración surge una guerra interminable entre el mundo real y maldito y el amor real y maldito y se destrozan a puñetazos de hojas y páginas con tiempo de mi vida que también es la tuya porque solo existes dentro de mí como un sueño que lucha por tomar forma de entre las líneas de estas letras, quien sabe, tal vez algún día al quemar estas hojas nazcas de entre el humo y el carbón junto con los hombres grises del metro y los ángeles de caparazón de huevo, date prisa, no resistiré un momento más sin sentir el fuego divino del mundo quemado que ahora está peor, dicen los viejos, como les dijeron lo mismo sus viejos y a ellos los suyos.

Debo encontrarle final al texto, decir qué pasó contigo o con los hombres grises, qué resultó de la guerra y si hubo o no un claro vencedor pero no podré hacerlo porque de saberlo moriría, y moriré, posiblemente sea de tristeza sabiendo por fin que los sueños, sueños son, o de angustia al verme reflejado en el inválido que ahora está frente a un computador cliqueando teclas, intentando decirle al mundo que lo odia y lo ama, tratando de no mirarse, de olvidarla e ir por ella. Cuando lo acepte se romperá mi caparazón.


viernes, 9 de enero de 2015

El tequila de los dragones


El alcohol se derramaba por los costados de su vaso. La mirada al frente, rojos sus ojos, inflamados, –un poco- muertos. Estaba adherido a su sillón más por furia que por miedo. La ventana frente a la que estaba ofrecía un paisaje espectral; ruinas, pestes, olores a descomposición eran la fauna del mundo exterior, a lo lejos un grupo de cazadores trataban de escalar la cerca que cubría los terrenos de El Brayan. Tomó rápidamente el rifle sobre la mesa. Disparó. Era su hogar, no lo iban a profanar.

La botella –y el Tequila Golden que guardaba- estaba rota y regada por el piso de su cocina, entre improperios y maldiciones lanzadas al aire relacionó la prematura muerte de su penúltimo pomo que celosamente apartaba para una ocasión especial –díganme ustedes si no era correcto hacerlo ¡El penúltimo del mundo!-  con los temblores de la noche pasada –los dragones cachondos golpean el suelo en su época de celo como ritual de apareamiento- , pronto la furia se transformó en miedo y luego en la más temible ira. ¡Los dragones!, exclamaba El Brayan, ¡Ellos la rompieron! Pero me la van a pagar los hijos de su chingada madre ¡La pagarán los cabrones!, repetía mientras recogía del suelo uno por uno los pedacitos de cristal cuidando de no cortarse. 

Más tarde, ya cuando el sol amenaza con desaparecer, comenzó con la planeación de su venganza. No tenía idea. Los dragones eran seres enormes, más de cincuenta metros hasta la coronilla, y el triple de esto desde el hocico hasta la punta de la cola. Por supuesto que los había de diferentes tamaños, colores y sabores, existían aquellos que escupían fuego –muy al estilo de aquellas viejas películas animadas, con la única pequeña diferencia de que en estas siempre terminaban muertos o, por lo menos, no asesinaban a toda una ciudad- , también existen aquellos que habitaban en las profundidades de los lagos ¡Incluso los come-piedras que agujeraban a las montañas! No tenía idea de cómo podría siquiera encontrarlos, esos lagartos son tan escurridizos como –ahora- la civilización misma, pero su tequila lo valía. Recordó que aún quedaban cartuchos de escopeta que no había desperdiciado ahuyentando caníbales molestos de su casa, con esto bastará, dijo para sus adentros. Esperó hasta la mañana siguiente pues los monstruos –para terminarla de chingar- podían ver en la obscuridad. 

A primera hora de la mañana –cerca de las dos de la tarde-, armándose de valor y yendo al baño más de una vez, se preparó para ir en busca de su destino. Hacía años que no salía de las cuatro paredes de su exilio voluntario, no desde que apenas empezaban a llegar los monstruos, viendo destruida su ciudad El Brayan nada presuroso se escondió en la montaña más alta que pudo hallar bajo la condición de que contara con los servicios necesarios para sobrellevar –por lo menos- una supervivencia muy austera –cable, teléfono, internet, y una licorería cercana para saquearla con frecuencia- . Así pasarían los años hasta la tarde de hace unos días cuando los temblores provocados por el apareamiento de los dragones tiró y regó el penúltimo tequila Golden en el mundo.

El exterior y la presencia de aire fresco lo dejaron sorprendido, donde antes había habido civilización o por lo menos uno que otro pueblo polvero con más piedras que personas ahora había un bosque inmenso, millones y millones de árboles cubrían el paisaje hasta donde la vista alcanzaba y más allá. De pronto se hizo consiente de su propia vejez. Pensó en su novia, en lo cobarde que había sido al dejarla, no esperar a que regresara de su casa y huir despavorido hacia donde ahora estaba parado, solo, rodeado de un mundo que hace mucho no le pertenecía ni a él ni a su especie. 
No tardó mucho en intuir que la madriguera de los dragones podía encontrarse en el cráter del volcán que muchos años atrás convocaba miles de turistas a la ciudad, El más grande del continente, decía la propaganda que pusieron para esconder gastos desconocidos, pero eso no importaba ya. La escalada fue pesadísima, el aire se agotaba a cada paso, cada centímetro que subía era un martirio comparable apenas con el doloroso andar de Judas, pero decidió continuar, hacerlo hasta el final. Estuvo a punto de caérsele el rifle, y aunque así hubiera sido él habría continuado, ya nada lo detendría en su intento de terminar con los asesinos de su hijo. Se descubrió llorando en medio de las rocas. Regresar ya era imposible. Miró las estrellas que le avisaron de la proximidad de la noche. Por azares del destino encontró una cueva pequeñita y decidió pasar la noche durmiendo en ella.

Por fin, ahí estaban. Eran enormes. Ni en sus más obscuros sueños El Brayan hubiera adivinado lo imponente de estos lagartos. Su nido no estaba en el ojo del cráter sino en el costado Oeste, cerca de un despeñadero que podría servirle de apoyo para comenzar su ataque. El plan era saltar desde el despeñadero hasta el nido y disparar cuantas veces pudiera contra ellos, en especial los cachorros y huevos, él se encargaría de que esa maldita estirpe desapareciera al fin. Sin tiempo para perder corrió por la circunferencia del cráter con el alma desbordando su corazón. Un objeto los distrajo de su carrera, ¡Es una vaca! Una vaca voladora, vaya sorpresa tuvo El Brayan al ver, en efecto, a una vaca que salía disparada del nido dragoniano, ¡Una vaca lechera!, por su mente cruzaron miles de ideas, ¿Cómo pudo la vaca volar tan alto? ¿De dónde habrá venido la vaca? Seguro venía de alguna granja ¡Los hombres no habían muerto! En esos pensamientos se encontraba cuando una temible voz y un terrible aliento llegaron detrás de él, ¿Quién osa entrar en mis dominios?, la sangre se le heló a El Brayan, un dragón le estaba hablando, ¡No te tengo miedo, bestia inmunda! ¡Te asesinaré!, le gritó desesperado al animal, no tan tarde pequeño hombrecillo ¿Cómo piensas hacerlo si no eres más que un fantasma? No tienes armas, cuerpo, vida, vagas por el mundo intentando reparar tus daños, deja de dar lástima y vete de aquí, le respondió el dragón. El Brayan vio sus manos y  no vio nada. Volvió a insultar al dragón y desapareció. 

jueves, 8 de enero de 2015

Más allá de donde van los sueños



Para Natalia Vargas
ella tan única, tan elegante, tan conmovedora
tan trágicamente lejana.

La foto seguía en su bolsillo. La acariciaba como acariciaría el rostro que mantiene inmortalizado, de la manera en que la acarició la noche de luna que pasó de pie frente  a su cama tras haberla amado. Horas antes de huir. Dejó un café que pronto se enfriaría sobre la mesa –dos cucharadas de azúcar y una de crema, como a ella le gustaba- junto a un papel en blanco con una pluma encima, como intentando decir que el libro –La vida- no había empezado a escribirse.

Su cabello tan obscuro como el carbón quemado de una fogata a mitad del bosque –y las locas comparaciones que de él sacaba- era –posiblemente- lo que más la fascinaba de Nerea. Y sus manos que al sentirlas no concebía más que algunos versos de Huerta -De la muchacha que una noche / y era una santa noche me entregara su corazón derretido, / sus manos de agua caliente, césped, seda, / sus pensamientos tan parecidos a pájaros muertos, / sus torpes arrebatos de ternura, / su boca que sabía a taza mordida por dientes de borrachos, / su pecho suave como una mejilla con fiebre, / y sus brazos y piernas con tatuajes, / y su naciente tuberculosis, / y su dormido sexo de orquídea martirizada-. Y sus ojos enormes. Y todo. Y nada. Y el recuerdo. El recuerdo de la noche que la dejó, la única vez que le ha hecho el amor a una mujer, tan suave, tan despacio que por momentos pensó que así se sentía morir. ¡Oh, qué muerte tan alegre! Desvanecerse en los brazos de su amor, una convulsión súbita y ya; muerto estaba. No. La realidad lo devolvió a ese obscuro cuarto de hotel. Recostado acarició un cuerpo desnudo. La besó. Toco sus pechos sabiendo que no habría otra vez. Le dijo al oído secretos que solamente los amantes conocen. Espero a que quedara en el sueño profundo de quien se supo feliz. Le dio la espalda por primera vez en un par de horas –días, años, décadas, siglos, milenios…-. Se vistió para marchase por la puerta trasera –de un corazón y un motel- dejando nomás un café, una pluma, papel y la promesa de volver.

A sus ochenta años lamentaba no haber podido cumplir su promesa, Nerea había muerto semanas después de dejarla. Los doctores dijeron que nació con problemas en el corazón, no los desmintió, él había sido su verdugo. La foto yacía en un cuadro que guardaba la vida de un hombre que no tuvo más –¡Quería más!- que el amor de una mujer morena de ojos grandes, un poco loca, un poco decente. Volvería con ella. Sí. La encontrará en un motel, sonriendo desnuda, dándole los buenos días. 


jueves, 1 de enero de 2015

Batalla en altamar




El meneo del barco había vuelto a despertarlo. Días atrás se soltó una tormenta fortísima que hasta ahora solo atraía remanentes. “Si, el clima se volvió loco” pensaba Gargantúa al momento que uno por uno, cuidando de no resbalarse bajaba los peldaños del escalerín que comunicaba su habitación con la planta principal de la embarcación.
Gargantúa parecía estar en lo correcto una vez aclarado que 77 soles sin un rayo de luz no son cosa normal y que solo a un clima vuelto loco se le podría ocurrir. Porque cada cosa tiene alma, así lo afirmó en una época remota un filósofo de una tal Crecia, es por ello que los objetos pesados caen más velozmente que los livianos; porque sus ganas de llegar al suelo son mayores, o eso recordaba que decía, más o menos, un libro que recientemente obtuvo. Es que él se jactaba de ser culto en cierto modo, cada libro que llegaba a sus manos se lo devoraba lo más rápido posible; sus hojas no soportaban las condiciones del mar abierto. Pensaba que por ello pudo llegar a ser capitán.
Pronto amanecería (supuestamente) sin haber dormido nada. Envuelto de nuevo dudas de su pasado, del presente y su futuro. Cuestiones que no había logrado aclarar.

Ya casi llegaban a América, 3 meses de travesía no pudieron contra el espíritu temerario con que todos los identificaban. Más de una vez quiso dimitir, volver a su hogar allá en un islote en altamar, y lo hubiera hecho de haber podido. Lo que faltó para completar el deseo de huida no fue la escasez moral, sino al sitio a donde llegar.
El tal islote fue hace décadas arrasado por hordas de piratas que saquearon cada hogar, de los pocos que hubo. Tomaron mujeres y niños como prisioneros, a los hombres ni que decir; el mar se  tornó rojo por días frente a sus costas. Y lo hicieron sin saber que estaba salvando del cataclismo final a todos los que llevaron consigo. Días más tarde una tromba de proporciones épicas azotó lo que quedó de la cuna de tierra donde nació. Nada quedaba salvo un arrecife de huesos y civilización.
Él fue el único párvulo al que no aventaron por la borda cuando la hambruna amenazó con diezmar las costas del puerto donde atracaron. Habrá sido por fortuna, azar o como lo quieran llamar que aquel pirata salvó su vida. No lo recordaba muy bien, ya que era muy joven cuando sucedió, pero desde entonces creyó conocer su destino, y creció para volverse uno de los mayores corsarios que la historia ha tenido, aunque con los siglos su nombre llegue a borrarse.

Muchas lunas más tarde él ahí estaba. Al mando de tan imponente barco, orgulloso por las enormes velas que en sus mástiles ondeaban, curtido por tantos años y tantas batallas. Como todo buen capitán de una flota de barcos condenada a morir en batalla no temía la hora en que llegase su momento, aun desconociendo lo que habría por venir.
Porque no le temía a la muerte, no. Ni tampoco a lo que le siguiera. Solo desconfiaba.
Y más en estos momentos que nunca a raíz de la invasión a la playa más rica del viejo continente, su mano derecha habría entregado por llevarse un décima parte del botín que ahora cargaban al momento que huían a decenas de nudos de los barcos del Emperador.
Y se conocía al Emperador por sanguinario y cruel. Increíble era que boca tan voraz alcanzara a alimentar un ego tan imponente. La Galia no le fue suficiente en su cruzada imperialista. Ahora viejo y enfermo no dudaría ni un segundo en acabar con quien amenazara la estabilidad del presente de su vida.

-Mi capitán, ¡Las naves se están acercando!
-Aumente los nudos.
-Pero señor,  nos dirigimos al ojo de la tormenta.
-¡Aumente los nudos, he dicho!
-Pe… Pero señor…
-¿No me ha escuchado? ¡Aumente los nudos!
-Por supuesto, mi capitán.

Lograron dejar muy atrás los barcos que los perseguían… Para entrar de lleno en la boca de la tormenta. Enormes olas se erguían intentando hundir todo lo que se encontrara enfrente suyo   

Su flotilla luchó durante horas, días contra la temible tormenta que los envolvía a cada segundo que pasaba. Motines iban y venían en los diversos barcos hasta que eran hundidos, según él calculó, uno cada 3 horas y media.

Por fin, cuando su navío fue el último sobre los terribles mares, sobre las terribles olas, la encontró. Se avecinaba sobre él cual desafío al destino. Tomó coraje e intentando vengar su vestigio de Humanidad se avalanchó sobre ella clavando antes del último momento su espada en la monstruosa ola.